martes, 24 de febrero de 2009

LA VIOLENCIA DE LA RAZÓN

Que los anarquistas sean considerados “gentes del malvivir” es idea tipificada y normativizada en las estructuras del “orden-moral”. Para estos son válidas aquellas palabras de admirativa repugnancia que decían así: “Hay una nueva raza de hombres, nacidos ayer, sin patria ni tradiciones, unidos contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente marcados de infamia, pero que se glorían de la execración común”. El mismo vocablo “Anarquía” ha acabado por involucionar -bajo criterio presumiblemente cívico o filocivilista- en un tétrico homólogo de las más caóticas plétoras: anarquía es bajo pleno criterio de despotenciados, vocingleros y dogmáticos que se proclamen y glorifiquen en las calles el régimen de las algazaras y del sadismo o en su defecto meras epifanías sintetizadas por el sistema nervioso central para conseguir sublimar la presunta zozobra existencial “inmanente” al individuo.
Penosa perspectiva para un movimiento racionalista que no se arredra a los delirios inconscientes del obrero que sueña con ser mañana capataz.
A “falta” de otras virtudes, es irrefutable la consistencia del movimiento ácrata que ha porfiado durante sus dos siglos de lucha activa contra aquellas excrecencias de la gnosis así como de la praxis occidental. Culpables sumarísimos de las contrariedades más estrafalarias o vicios políticos –aventurismo, infantilismo, dogmatismo…- a la par que de los más desafueros morales –crímenes, irreverencia, irreligión, nihilismo…- , parece ser irrisorio y cínico que alguien cuerdo tíldese de ácrata. Y sin embargo, la tasa de aquellos individuos que confirmanse ácratas aumenta proporcionalmente para con el tiempo. Mas ingentes cifras de aquellos que hogaño profesan las ideas ácratas establecen una cisma irreconciliable con el espíritu tradicional e inmaculado del anarquismo. Tampoco es menos cierto que los anarquistas tradicionales, de vida impecablemente austera, indómitos y henchidos de fe en la virtud libertadora de la ciencia positiva hayan acabado extinguiéndose, pero ahora se les amalgamó una verdadera ralea de sujetos de catadura alarmantemente dudosa: radicales de salón y dorados, hijos de las flores más aficionados al puerro que al libro y la dinamita, curas exclaustrados por puntuales rabietas disciplinarias, estudiantillos asiduos al suspenso… etc. En ese magma de imprecisión y vodevil en el que todos los bohemios aspiran a la panacea de la tierra ácrata, los viejos militantes libertarios siéntense afrentados en su pureza revolucionaria mientras burócratas plegados a los designios del Estado asienten conmiserativamente la cabezota seguida de un: “¿Lo veis? ¡No podíais acabar de otro modo!”.
Mas dónde radica el fruto deletéreo y corrupto emana del mismo modo la planta que sana e inmuniza su dentellada ponzoñosa. A fin de cuentas no se trata de procurar una actitud despreocupada para con nuestras ideas sino practicar unas directrices indefectibles que permitan a los ácratas desembarazarse al completo de estas hordas reductibles así cómo gaznápiras.

Así pues, el libertario sostiene sempiternamente su repulsa a los “ismos”-mayestáticos todos-entregándose plenamente antes a la idea que a las convulsiones de esta; manteniendo su vigilia suspicaz en aquello que no forme parte de sus competencias o que en su defecto no obedezca, en primera instancia, al candor de su arrojo. Las siglas, las facciones, los grupos y sus disidentes, los nombres que distinguen a nivel alucinatorio lo que en la práctica es idéntico, todo ello es circense y añagaza del detractor de toda revolución: la voluntad de identificar es policial, no revolucionaria, aunque uno se identifique o sea identificado como subversivo; sino pregúntese a los artífices del bolchevismo práctico. Si el término revolución no hubiese sido degradado hasta el punto de significar cualesquier circunstancia sediciosa en donde las distintas oligarquías pugnan por el poder, si no se hubiese desdeñado que la revolución es lo que está por venir - que no es más que el retorno a la convivencia natural- podríamos remitir despreocupadamente el significado de anarquía al de revolución equiparándolos.
Cabria recordar algunas de las propuestas pergeñadas por los anarquistas a tenor de la praxeología libertaria: abolición del Poder como reacción sobre los hombres; consecuente abolición de la producción específica del Poder: el Capital; consecuente abolición de la efigie política: el Estado; supresión del sedimento proletarizante, que somatiza en cada individuo la dependencia y la inmadurez económica, social y cultural… etc. Estos axiomas -muy a despecho de que puedan ser proposiciones teoréticas inapelables- no son unas tablas de la ley de corte bolchevista sino más bien responden a una ley universal: al llamamiento incorruptible de la conciencia a la dignidad de los hombres. Estas exigencias que la anarquía requiere responden a los anhelos en cuya aceptación duradera se reconoce el sentimiento inefable de la acracia.
Respecto a las manifestaciones empíricas que reconocen en la praxis los planteamientos ácratas, los anarquistas tradicionales han experimentado con algunas cuyo provecho sigue siendo primordialmente válido (libres federaciones y alianzas entre estas, asambleas populares, actos en conmemoración de la vigencia del anarquismo) pero que no alcanzan siquiera el cangilón henchido de pujanza que la imaginación acicateada -por el anhelo de esas propuestas- puede llegar a concebir y realizar.

Como ya reseñamos antecedentemente las filas del anarquismo han acabado pútridas por una serie de almas inopias, pueriles e indisciplinadas que difieren categóricamente del paradigma de ácrata ibérico. Tampoco cumplen el envite de aquella organización primorosa que ha henchido a nuestra iberia de dádivas y loores por doquier: la FAI.
Mayoritariamente muestranse sediciosos con la férrea autodisciplina faista; más por pura vocación de inconsecuencia que por coherentes objeciones teóricas o prácticas. Otros parecen contentarse con la suposición carente de cordura que sentencia que la acracia consiste en renunciar a toda acción, utilizando el augusto señuelo de “La Idea” como instrumento para sabotear cualquier intento de compromiso práctico, regocijándose en la parsimonia de una nada que se pretende tan completa que ni siquiera llega a saber qué rechaza.
Caso aún más patético es el del sádico lunático que incuba en el seno de la anarquía el basilisco de la inconsciencia y el desenfreno excusando sus medios tiránicos en fines burdos y desproporcionados, lo que, a fin de cuentas, dispensa al statu quo.
Otro de los fenómenos que han supuesto injerencias viperinas en las filas de la anarquía ha sido la adhesión de cierta facción metropolitana que buscan en la acracia la algodonosa vía de los estupefacientes, las místicas orientales para uso de occidentales así como los naturalismos ecologistas con todas sus derivaciones plástico-paradisíacas de florecillas silvestres y desarraigo sexual. El carácter sumamente lánguido de estos revoltosos de filiación palmariamente burguesa contrasta -hasta escandalizar a los militantes ácratas clásicos- con los descalabros y las aristas desgarradoras de la lucha emancipadora que convierten a los libertarios en un Sísifo animoso. Sin ellos, todo el horizonte libertario quedaría reducido a meras conjeturas matemáticas, puro delirio onírico de gabinete; siendo precisamente la presencia pujante de formulaciones autogestionarias entre los trabajadores la más irrefutable caución de consumación de las propuestas ácratas.

Mas aún así, de ningún modo tratase de atomizar las expectativas ácratas al terreno laboral sino de potenciar las opciones en materia cultural, social y ética. Consecuentemente una de las prerrogativas que impone La Idea ácrata es “la emancipación de las ideas”; la aceptación y siembra de todos los posicionamientos racionalistas consecuentes con una manera de vivir y de pensar.
En modo alguno deseo que estas postremas líneas supongan el cobijo que los arteros, amantes del paroxismo y la desidia aducirían ante una oposición coherente a su conducta sino más bien que, para poder conseguir ser partícipes de la comunión que la acracia nos presta y poder entregarnos al maná que rezuman sus ubres, debemos sostener una postura netamente racionalista a la par que consecuente con las inferencias provenientes de la lógica y las matemáticas.
Porque para poder socavar los domines de lo posible debemos poseer la suficiente herejía para exigir lo imposible.

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