domingo, 25 de enero de 2009

DEL AMOR LIBRE AL SEXO DURO


Desde los inicios, anarquismo y amor libre eran palabras estrechamente ligadas. Defensores y detractores del movimiento libertario coincidían en esta asociación de conceptos. En cierta manera, el amor libre, término polisémico, iba parejo con el imaginario de una sociedad sin autoridad, donde precisamente las relaciones entre personas, los sentimientos, la cotidianidad, debían subvertirse para tomar la dirección hacia la trilogía revolucionaria: libertad, igualdad y solidaridad.
Para los anarquistas –conocieran o no su condición- el único amor debía ser libre, esto es, despojado de prejuicios, desprovistos del sentido de propiedad que marcaba trasversalmente la comunidad y contrarios a todo indicio de dominio de un individuo respecto a otro.
Hasta aquí, las reglas del juego. Desde aquí, concepciones diferentes que podían ir del amor sin convivencia, defendido en su juventud por Federica Montseny, la relación monógama estable y fiel sin consecuencias legales hasta el nihilismo sexual de Mariano Gallardo, de inspiración nietzscheana, reflejada en la literatura de Vargas Vila y la defensa de la “camaradería amorosa” , promiscuidad generalizada, del polémico individualista Émile Armand. Ciertamente más allá de la opinión de cada uno, la democratización de las relaciones interpersonales y la desacralización de la sexualidad es un mérito que debe atribuirse al conjunto de ideas anarquistas. Tanto es así, que allá donde éstas tuvieron presencia e influencia, como en una victoria póstuma, las sociedades consiguieron librarse del influjo teológico arrebatando a la presunta divinidad lo que es responsabilidad estrictamente individual. En buena medida, la encarnizada lucha entre anarquismo/ilustración e iglesia/oscurantismo, mantenía como trasfondo la emancipación de la conciencia humana, respecto a un conjunto de creencias mágico-religiosas que impedían a toda persona establecer relaciones normales con sus semejantes. En la otra orilla, allá donde las ideas libertarias no se introdujeron o permanecieron marginales, la barbarie religiosa ha acabado reforzando la imagen de una sociedad autoritaria y patriarcal, protagonizando una involución social difícilmente explicable si no fuera por la persistencia de la pasión por el dominio y el poder. El mundo musulmán, reinventado a sí mismo en las últimas décadas, representa un buen ejemplo del miedo a la libertad, denunciado en su día por el filósofo Erich Fromm.
Ahora bien, el anarquismo, protagonista de una victoria no reconocida en el campo de la cotidianidad, que consiguió arrebatar a las iglesias el propio cuerpo y devolverlo a sus legítimos propietarios, especialmente a las mujeres, no parece haber superado el envite del nuevo capitalismo, que como el maligno, suele presentarse con diversos nombres: globalización, sociedad de consumo, libre mercado,… Y bajo nuevas formas y sofisticados métodos de legitimación –cosa ya denunciada en su momento por Gey Débord, Ulrich Beck o Zygmunt Bauman-, ha penetrado en los ámbitos más íntimos de la experiencia humana. Ya no se limita a fabricar cosas, venderlas y extraer plusvalías en el proceso, sino que en la fase actual, produce humo, burbujas e ilusiones, y se aprovecha de los espacios de libertad para hacer penetrar su avidez de dominio y beneficios.
Si bien en los últimos años, en occidente, las relaciones sexuales se habían ido liberando de la carga religiosa, poco a poco, y de manera casi imperceptible, el sexo ha sido reapropiado por el mercado. En primer lugar, la presión mediática, especialmente mediante la publicidad, pero también mediante la imposición de determinados arquetipos corporales y conductuales, haciendo del cuerpo humano un espacio de conquista que se materializa por inocular presión sobre el individuo. Uno debe estar en condiciones permanentes de resultar atractivo, fomentándose una exponencial presión para supeditar a la voluntad individual una necesidad continua de apareamiento en una promiscuidad generalizada, y en la cual los sentimientos de afinidad no llegan a consumarse. Podríamos denominarlo “amor líquido”, en el cual, la sexualidad aparece como un producto de consumo más. Y los individuos, convertidos en materia de atracción hasta que, una vez perdido el sentido de la novedad corpóreo-sexual, sean apartados como residuos humanos, desdeñados e inermes, fuera de los escaparates, exentos de la pompa que es propia al capital… Definitivamente: DESCATALOGADOS.
En segundo lugar, la sexualidad, convertida en una actividad desposeída de toda trascendencia ético-social, es fagocitada por el negocio. No hablamos únicamente de la prostitución, engrosada en los postreros años con el advenimiento de “carne fresca” suministrada por las mafias neoliberalistas, sino de nuevos métodos de relación en que el contacto sexual ya no aparece como una dimensión más en la interrelación entre individuos, sino como fin exclusivo y excluyente. En cierta manera, la pérdida de trascendencia sexual, se convertiría en un arma de doble filo, puesto que una relación reducida exclusivamente al coito u otras prácticas más o menos sofisticadas, acaba siendo exclusivamente utilitaria, intrascendente y apática; abonando este terreno, convendríamos el crecimiento sistemático de la asimetría social que implanta el patriarcado. Unos individuos son utilizados por otros, con la intención de un uso puramente narcisista del propio cuerpo, como una actividad lúdica más. Las relaciones devienen más superficiales, y el compromiso, una rémora crecientemente prescindible. La profundidad, o incluso la amistad y la complicidad se deslieren, atomizándose la sociedad en pro del beneficio particular o del monopolio.
Éste artículo no refleja una cuestión moral, sino estrictamente ética. Los anarquistas supieron convenir que si propendían erigir una sociedad nueva en el sentido de la ampliación de la justicia, ésta debía permutarse desde los sedimentos, de la distancia corta, del tú a tú. El amor libre representaba una primera zancada camino a la sociedad libre, a las relaciones sinceras, solidarias, igualitarias –con esto no queremos denotar las sofismas neoliberalistas que consideran pretenciosamente el amor libre como una teoría bucólica puramente formal- sin que por ello hubiera nada definitivo que supusiera, más allá del respeto al otro, un obstáculo a la libertad de uno mismo. La sociedad de mercado, los exégetas del capitalismo, de la misma manera que leyeron a Marx, también se tomaron la molestia de hojear a Kropotkin; y destruir así cualesquier atisbo de equidad, complicidad o consideración, detonando el terreno de las relaciones amorosas; viciando su esencia misma hasta convertirlo en el paso definitivo hacia la sumisión.
Del amor libre al sexo puro y duro, más que dos mundos hay dos universos, aunque éstos parezcan próximos…

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