martes, 13 de enero de 2009

HOMBRES DE GUERRA Y REVOLUCIÓN

Es ciencia cierta -para a quién se le atribuye raciocinio- la puerilidad y la vileza prototípica de los distingos que el estado, el capital y el teocratismo han inoculado en la civilización occidental. No sólo las agrupaciones tribales que abominan del maquinismo y del despropósito de la razón utilitaria, sino también los sistemas científicos así como las consideraciones onto-epistemológicas han sido viciadas por la avidez de “la gran hidra”.
Asistimos hogaño a la privatización del “logos”, a su monopolización y a su posterior puesta en venta sin reparo alguno. No es difícil entrever cómo el ampuloso y cometido proyecto político ilustrado no ha hecho más que catalizar la vislumbre de las disfunciones que rezumba el engendro estatalista.
Tal vez a mis palabras se les sucedan el graznido de los vocingleros del “statu quo” y de la “vida juiciosa”. Probablemente se dignen estrictamente a aplaudir o pugnar contra estas líneas sin siquiera estudiar con fundamento y juicio mi tesis; o tal vez puedan argüir a clichés reiterativos -a la par que anodinos- como que el estado está exonerado de culpas dependiendo sus yerros de las coyunturas que le marca el desarrollo social, no sea que se les desmantele la pompa y las epifanías que asentaron en la vacuidad del ágora. En efecto, el ágora ha acabado por mutar en el mercado, en el monopolio, en la algazara supina que impera entre golpe de talón; es así, de esta manera, cómo el capital, el estado y la religión, se conjuran teniendo como única empresa dilapidar el “logos”.

El “logos” no deja de formar parte de la vida juiciosa, sana, enigmática, predispuesta al progreso de los espíritus magmáticos que sienten con otra sangre lo que en el presente presentase como rimbombante y extraordinario.
Probablemente, lo que hizo y hace del anarquismo una ética y una convicción paradigmática sobre cualquier otra manera de sentir la vida es la impertinencia filosófica que precipita al hombre a las ubres de la belleza. Sea cual fuere la respuesta obtenida, el anarquismo no pretende virar la traza hacia la que se encamina la razón sino que se amolda a esta sensibilizándose con las nuevas consideraciones que esta va sembrando. Por ello, la anarquía no es la panacea elitista mediante la que ciertos intelectuales han pretendido vaciar de contexto y sustancia a todo aquello que no es más que “sema” o consustancia con la madre de la libertad; la anarquía no es nada más –ni nada menos- que la hiedra que germina del logos y que se hiergue impasible e incesante hacia los confines de los místico, bello e infinito. No un espejismo que merezca compasión al parecer delirio onírico, sino más bien todas las cenefas posibles con las que a lo largo de la historia el hombre ha manchado la tierra o tal vez los poemas que hablaban de la vida y del agua seminal.

La anarquía es la razón de catexia de todo lo existente y esencial. Se constituye como el lívido del hierático logos, siendo la madre de toda mujer y todo hombre que no posean más pendón que la dignidad.
Así pues la senda del anarquismo consiste en primer lugar en articular la urdimbre de la gnosis acerca de lo existente y lo que deviene. Sólo a través del análisis formal que proporcionan la lógica y las matemáticas podemos allegarnos sustancialmente al “arché”: la razón de todo lo que emana, fluye y perece. Por ello, me encuentro en la obligación de hablar del matematismo poético, del idealismo trascendental anarcomatematista que no es más que la herramienta para que el hombre se deslinde de las mixtificaciones y de los actos de fe con los que la desvergüenza ha cometido escarnio sobre la libertad misma.

Y es que, ante todo, después de esta lacónica reflexión, no sólo somos poesía o promesas por cumplir; sino que, somos la prole de la Idea y junto a ella debemos mantener dispuesta nuestra sangre para que sea el bálsamo que consagre la lucha por la dignidad.

¡Por la Anarquía!

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